MAESTROS

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Puntuales, cada mayo, los vencejos anuncian la llegada de los cielos azules, las tardes largas, los parques abarrotados de niños…; entonces, entre mis recuerdos aparecen los finales de curso, “las globales” de la EGB, de lengua, de ciencias naturales, de  geografía…; ¡menudo suplicio!, el repaso de todo un curso en varias tardes. Madrugones; nervios; el consuelo de la proximidad de las vacaciones; la piscina; el puesto de helados CAMY del Arco de la Cárcel… No cabía pensar que las buenas notas obtenidas durante el curso se vieran mermadas ni un ápice después de tanto esfuerzo.

Me veo sentada en la teja del alféizar de la ventana de mi cuarto, que apoyada sobre una terracilla asomada al patio, me permitía contemplar las fachadas traseras, medio derruidas de antiguas casas abandonadas del casco viejo de la ciudad, infestadas de malas hierbas y plagadas de nidos de palomas y vencejos. Aquellas tardes, al aire libre y a la sombra del sol vespertino, pasaba el tiempo de estudio, amenizado por los pajarillos y las campanas de la iglesia cercana.

De muy niña, después del cole, y cuando aún no se estilaba tanto lo de las extraescolares, dos días a la semana iba a clases de francés a la Alianza Francesa y dos de inglés con una conocida que había pasado, en aquel entonces, algunos años en Londres. En los pocos ratos libres que tenía durante el curso, además de jugar al TENTE, bicicletear o subir y bajar cuestas con el sancheski, lo que me privaba era dar clase a alumnas imaginarias.  Hasta me disfrazaba de monja para otorgar más verosimilitud a la escena.

Supongo que sin darme cuenta los idiomas empezaron a invadir mi mundo académico, propiciando que ese gusto innato por las lenguas -empezando por la materna-, se convirtiera en una meta y un proyecto de futuro. Fue así como, terminada la Universidad, me convertí en “profe” casi sin querer, queriendo, empujada por el destino a desempeñar “de verdad” la profesión que tantas veces, jugando, había fingido.

“Aprender es riqueza y enseñar vocación”.

¡Qué vocación la nuestra, tan devaluada, tan en boca de todo el mundo; tantas veces denostada y otras muchas criticada por quienes, ni en sueños, han prestado atención cinco minutos seguidos a más de cuatro chavales juntos!

Hoy en día, cualquiera con hijos en edad escolar puede opinar sobre la labor del docente en el aula; cualquiera puede, incluso, censurar sus actuaciones o aleccionarle en asuntos tales como la corrección de exámenes o la forma en que debe tratar a sus alumnos en clase…; y todo ello sin sentir el menor atisbo de rubor.

Acaso, ¿no resultaría inconcebible que nos inmiscuyéramos en las actuaciones de otros profesionales, dejando en evidencia una supina torpeza, fruto de nuestra patente ignorancia en la materia? ¿Cuántos profanos se atreverían a discutir con un médico sobre el tratamiento que ha prescrito para tal o cual dolencia?

Estarán de acuerdo en que polemizar u opinar sobre disciplina ajena, además de ser osadía, pone en ridículo a quienes se empecinan en enjuiciar lo desconocido.

Es obvio que en nuestra profesión “hay de todo como en botica”, pero yo he tenido la gran suerte de encontrarme y codearme con sabios e ilustres  profes/maestros/orientadores, adornados de currículos magníficos, deseosos de seguir aprendiendo y ávidos por enseñar; con paciencia de santo y un sentido del deber encomiable. Día a día, la labor de estos verdaderos docentes perpetúa la misión de convertir un oficio, en la loable aventura de formar e instruir personas.

En estos tiempos atropellados, avasalladores, de cambios vertiginosos que entusiasmarían sobremanera a los FUTURISTAS de principios del siglo XX, con modelos de familia nuevos, se sigue acudiendo a la escuela como la esencia del conocimiento; como protectora de los principios cívicos y morales – garantes de la convivencia y del respeto, al servicio de la sociedad- y como valedora del devenir autónomo del pensamiento.

Tamaña empresa exige, además de preparación, denuedo y coraje para no sucumbir al abatimiento de “predicador en el desierto”, renovando cada mañana, “cuan monje que se precie”, los votos de templanza y perseverancia que impulsan al maestro a no cejar en su tesón por enseñar, a pesar de todo.

Y en ese afán de ilustrar entendimientos, también hay cabida para la recompensa, cuando  un alumno agradecido aduce que “tú, su profe, le has ayudado a sacar lo mejor de él mismo”.

De ese modo, fiel a mi vocación, cada mañana, después de un buen desayuno, bien aseada, peinada y arreglada, inicio con ahínco mi particular intrepidez de enseñar algo nuevo, educar modales, solucionar conflictos, escuchar pesadumbres, corregir errores, poner orden en pasillos, regañar a vocingleros y liantes o descubrir “prófugos” alojados en baños… Entonces,  cuando llega a su fin la jornada, ya en casa, exhausta, me miro al espejo y me veo con la raya del ojo fuera de su cauce, algo “desgreñada” y con la ropa llena de tiza, pero con la esperanza de que lo sembrado no haya caído en saco roto y se convierta en el acicate de seguir con ánimos renovados, cada mañana, al escuchar el timbre de entrada.

Sirva de humilde  homenaje a tantos espléndidos MAESTROS, mujeres y hombres, inteligentes, luchadores, impecables en sus tareas, artistas, consejeros, amantes de la naturaleza, imaginativos y forjadores de pensamiento.

 

 

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