CONSEJOS

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A propósito de las PALABRAS…

El poeta dramático griego Sófocles  dijo una vez: “quien no haya sufrido lo que yo, que no me de consejos”.

Los consejos…, palabras que se engarzan unas a otras en breves sentencias, haciendo infinito el repertorio de sermones encaminados a sugerir conductas.

No hay cosa peor que, a una persona a la que le duele el alma, el bien intencionado amigo o familiar le espete: “no me explico el porqué de tu tristeza; tienes trabajo, unos hijos adorables…;¡con lo que hay por ahí!; no sé…; deberías arreglarte y salir a la calle a distraerte;  verás cómo te animas; no puedes seguir encerrada en ti misma; hay que ser POSITIVOS…”. Y la pobre deprimida solo hace que pensar: “¡Esto es inaudito!…; ¡que desaparezca de mi vista!; ¿no se ha parado a pensar  que si pudiera, sería la primera en huir de esta melancolía que me araña y corroe por dentro? No entiende nada. Desisto de dar explicaciones que nadie parece comprender”.

Inopinadamente, la melancolía o la pena pueden asediar sin compasión a cualquiera; que nadie “lance las campanas al vuelo”, puesto que en el mundo en el que nos ha tocado vivir, el estrés y sus adláteres no dejan títere con cabeza, afectando al más pintado. Por esa razón, el aquejado de tristeza no quiere consejos, solo desea sentir que alguien sincero le acompaña en su silencio, compartiendo esa tristeza, aunque no la comprenda. ¡El razonamiento, en este caso, no ha lugar, señoría!

Hay personas que, sin saber de qué diantres están hablando, mantienen la osadía de convertirse en directores espirituales  de otros, en gurús del comportamiento -de nuevo las palabras hechizándonos con su magia envenenada- aconsejando que se practique la meditación o que no se tomen  las cosas tan a pecho…, porque lo “ideal” es relajarse y “no pensar”. ¡Cómo si fuera tan fácil distraer la mente a nuestro antojo!

Entonces, deterioran relaciones cuando dan su opinión acerca de lo que, ni por asomo, ha rozado su existencia, o, ni de lejos han vivido. Pacientes, conmovedoramente paternalistas, como un libro abierto – de nuevo las palabras extendiendo sus tentáculos de poder-quieren demostrarte que todo “te lo tomas a la tremenda”, que “te preocupas demasiado”; en una palabra, que has de aprender a enmendar tu forma de ser.

¡Qué impertinente y atrevida es la ignorancia!

En otras ocasiones, habiendo vivido algo parecido a lo que en ese momento tú puedas sentir, despliegan su libro de instrucciones cargado de pasos aleccionadores que no suelen dejar resquicio a la réplica – de nuevo las palabras envolviéndonos en su juego de la interpretación-. Alegan experiencia y están convencidos de que su versión de “cómo afrontar los acontecimientos” es la correcta y la que, por descontado, has de adoptar.

Y puede que la impotencia surja cuando, a pesar de que no deseas que te influyan, -a sabiendas de que esas palabras no hacen justicia a tu realidad- te producen desasosiego, por la sencilla razón de que, quien te las dirige, en definitiva parece hablar un idioma diferente, aún cuando comparte tu misma lengua materna.

Llegados a este punto, sería agradablemente útil que te permitieras desconfiar de los mensajes que te incomodan, como si no fueran contigo . Imagina que estás sumido en el mundo de las palabras transparentes, que, además de cambiar su semántica, desdibujándolas hacia la prudencia, se vuelven inocuas a tu entendimiento. De esta manera, con seguridad, las relaciones humanas no se adornarían de sufrimientos  inoportunos, que al final es de lo que se trata; o…¿no pensáis lo mismo?

Postdata: No se sientan aludidos los auténticos buscadores del equilibrio espiritual, y Dios me libre de demonizar cualquier práctica oriental u occidental que ayude al ser humano a mejorar su calidad de vida.

 

 

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